por: Francisco Curt Lange
Hablar de las bandas de música significa dirigirse a la gente del interior, 
abrir un paréntesis sentimental en el trajinar de los agitados días de hoy y 
tender la mirada con cierta tristeza hacia una tradición que está en vías de 
desaparecer. En las últimas cuatro décadas nuestra humanidad se ha venido 
acostumbrando a perder hábitos y a enterrar recuerdos sentimentales vinculados 
estrechamente a la vida tranquila, de una atmósfera inconfundible, de nuestra 
población de tierra adentro.
Los que migraron a la capital ¿irán a escuchar la 
banda del Cuerpo de Bomberos, la de los Fusileros Navales, la del Cuerpo de 
Aviación, a esos vistosos, marciales y compactos grupos que salen en días 
festivos a la calle? ¿Irán a la plaza, -circundada por una corriente 
ininterrumpida de autos y motonetas, con el trepidante sonido de las bocinas-, 
para asistir a un concierto de la Banda Municipal aumentada, no pocas veces, a 
cien figuras con violoncellos y contrabajos adicionales, exhibiendo un 
repertorio aristocrático propio, muchas veces, de las orquestas sinfónicas? ¡No! 
Sus recuerdos volarán hacia la pequeña banda de un ambiente pueblerino que formó 
parte de su existencia, irán a parar junto a ese aparato sonoro reducido, -pero 
estimadísimo-, de un núcleo social del que era expresión filarmónica, júbilo 
patriótico o fondo sonoro en las vueltas por la plaza, en que se cambiaban 
miradas con las chicas en horas de la retreta dominguera. La banda de villas y 
pequeñas ciudades era su organismo indispensable, su elemento más adecuado de 
animación. 
Quiero hablarles de las bandas del interior del Brasil cuya 
historia arranca de los tiempos coloniales en que múltiples organizaciones 
musicales se dedicaban al ejercicio de la música religiosa, actuando al mismo 
tiempo en cortejos fúnebres, casamientos, reuniones de solaz o como bandas de 
regimiento. Si bien, aparentemente, la intensa actividad musical en los templos 
no tendría relación con las bandas, de su ejercicio y de su práctica surgieron 
las actividades menores que he citado. Las bandas, tal como nosotros las hemos 
visto y oído, representan, con su típico instrumental, parte de la expansión 
espiritual en el siglo XIX, en que la función de la Iglesia perdía su fuerza 
aglutinadora de todos los días a consecuencia de una infiltración, no sólo de 
ideas filosóficas renovadoras, sino también de una proporción cada vez mayor de 
música profana. 
La formación del concepto banda es propio de ese período en que 
desapareció el monopolio de los países madres (España y Portugal) y en que 
vinieron, con la apertura de los puertos, instrumentos de viento procedentes de 
Inglaterra, Alemania y Francia, de la misma manera como fueron importados cada 
vez en mayor número, los pianos. Con el cambio del sistema político, mejor 
asentado desde 1850 en adelante, los partidos tradicionales, el liberal y el 
conservador, recurrían también a las bandas para su propaganda en actos cívicos, 
junto a los discursos en las reuniones al aire libre o en locales cerrados, y 
para festejar con grandes desfiles el triunfo eleccionario.
 
 | 
Santa Lucía de Río das Velhas.   Inauguración de una 
escuela. Fotografía tomada a principios de 
siglo. | 
No sabría decir exactamente si la existencia de dos bandas, aún en los 
pueblos más pequeños del Brasil y particularmente de Minas Gerais, viene desde 
comienzos del parlamentarismo o de tiempos más remotos. Quizás sea el producto 
de esa extraordinaria abundancia de músicos profesionales que existió durante el 
período de la extracción del oro y de los diamantes, que continuaron 
proliferando en el siglo XIX, pero ahora en condición de aficionados. A todo 
esto hay que agregar la inmigración italiana y alemana que trajo consigo nuevos 
repertorios y también nuevos instrumentos, técnicamente perfeccionados. Cuando 
se leen en investigaciones históricas las disposiciones municipales o los 
manifiestos de intendentes y gobernadores sobre el valor cívico y el deleite 
artístico y educacional que atribuían estos patricios a las bandas, justificando 
así una erogación para la compra de un instrumental completo y la manutención de 
los músicos, se tiene que sentir simpatía por los prohombres de la historia 
municipal y provincial del siglo XIX, preocupados por la formación de buenos 
conjuntos cuyos instrumentos eran traídos, las más de las veces, en penosos y 
largos viajes a través de los Andes o de extensas llanuras donde todavía 
amenazaban los malones de indios. ¡Cómo se apreciaba el valor de cada 
instrumento en el primer cuarto del siglo XIX, lo prueba el hecho de que se 
metió entre rejas, previo castigo corporal, a todos los músicos de la banda de 
un regimiento en Mendoza, Argentina, porque en un descuido les habían robado las 
embocaduras de sus clarinetes! La protesta de la prensa local por este acto 
cruel manu militari, al imponer tan rigurosa disciplina, se estrelló 
contra el crudo hecho de haber quedado trunco el conjunto. No hay que mencionar 
a determinados países como descollantes en este amor por las bandas. Desde 
México, Cuba, Chile y Argentina hasta Venezuela, la voluntad de poseerlas en las 
aldeas, villas o pequeñas ciudades era una sola. 
      Lo que hoy significa 
para muchos aficionados del tipo poco reflexivo y mal informado, sin perspectiva 
histórica, una manifestación decadente e imperfecta, fuera de lugar, en aquellos 
lejanos tiempos y también hasta hace muy poco, ha sido el orgullo de cada 
poblado, el elemento de cohesión social, el vehículo que modificaba como las 
modas el gusto, presentando nuevos repertorios. Inclusive en las zonas 
mediterráneas de un país eran organismos importadores de novedades e 
involuntariamente culpables de transformaciones del folclore regional con 
elementos de las piezas de su programa dominical o festivo. Las danzas de salón, 
fragmentos de zarzuelas, operetas y óperas se aglutinaban con elementos 
tradicionales, formando nuevas expresiones coreográficas, vocales e 
instrumentales. 
Quizás correspondan al Brasil las palmas en esta rama 
del ejercicio musical por medio de instrumentos de viento, no porque sea el 
mayor país del sector iberoamericano de este hemisferio en extensión y 
población, ni tampoco porque su pueblo haya tenido y siga conservando una 
extraordinaria vocación por la música. Ni siquiera fue la indiscutible ventaja 
de no haber abierto en su cuerpo social y su estructura económica sangrientas 
heridas, revoluciones y asonadas, por tratarse de una monarquía. La fuerza de mi 
argumento reside en algo distinto, es decir, en el hecho incontrovertible de que 
en cada población del interior del Brasil, pero principalmente en Minas Gerais, 
por pequeña que fuese cada villa, existían- y aún siguen existiendo dos bandas 
rivales entre sí. En un puñado de casas donde parecería ridículo pensar en la 
existencia de una sola y mísera banda, encontraremos siempre dos, bien nutridas, 
trajeadas y provistas de repertorio. Estas bandas, provenientes, como dije, de 
antiguas tradiciones, también representan una especie de organización de 
beneficio mutuo que posee su local propio en el que se ensaya regularmente, su 
archivo de música y la colección de instrumentos, propiedad inalienable de cada 
entidad. Tiempo atrás, se distribuían a fin de año los dividendos que daban sus 
actividades y no faltaban ocasiones en que se auxiliaba a un componente o a un 
familiar de éste en casos de necesidad, recurriendo a la caja de la corporación. 
Esta tradición proviene de las hermandades y cofradías que 
proliferaban en todo el Brasil y en grado mayor en el estado de Minas Gerais, 
donde evolucionó, según mis descubrimientos, una fabulosa actividad musical, 
encabezada por compositores geniales. Y no poco influyó, si bien hacia fines del 
siglo XVIII y comienzos del XIX, la Irmandade de Santa Cecilia , protectora de 
los músicos, imagen fiel de la famosa Real Irmandade de Santa Cecilia dos 
Músicos e Cantores de Lisboa, organización fundada en 1603 y protegida por 
los propios reyes y la corte en tiempos en que cada soberano, príncipe o duque 
era músico consumado.
 
 | Cachoeira de Campo. Local de la Euterpe Cachoeirense. 
Fotografía tomada en 1944 | 
Cuando fui huésped de la ciudad de Recife y del gobierno de 
Pernambuco, en 1944, el intendente de Goiana, ciudad de unos 20.000 habitantes, 
insistió mucho en que la visitara. El día que llegué a esa ciudad, situada en el 
linde entre los estados de Pernambuco y Paraíba, me esperaron también las dos 
bandas rivales de la población, cada una en sus respectivas sedes, o sea, su 
propiedad. Las dos eran casi centenarias. Una se llamaba en boca del pueblo "A 
Curica", como queriendo compararla socarronamente con un pájaro chillón que 
lleva ese nombre, y la otra, "A Saboeira", pues era más pobre, sus componentes 
tenían un solo uniforme y antes de salir en días festivos a la calle, había 
necesidad de mandar lavar y planchar la vestimenta oficial de la banda. 
Esas organizaciones se hallan perfectamente constituidas como si 
tuviesen carácter jurídico, tienen un director, que es una especie de presidente 
y administrador al mismo tiempo, y un regente, que viene a ser el director 
musical de la entidad. Además, cada conjunto tiene su estandarte y una mascota, 
generalmente un chico de edad escolar, que luce gallardamente el uniforme y la 
gorra de los músicos y marcha al frente de la banda en toda presentación 
pública. 
En aquella oportunidad, con mi visita reiteradas veces anunciada y por 
tanto, transformado en "personaje", la recepción de bienvenida tenía 
forzosamente ribetes de ceremonia para esa gente sencilla y buena. En una de las 
dos bandas mencionadas, el regente ya se había preparado, colocando en los 
atriles un repertorio popular, pero precedido nada menos que por el movimiento 
lento de la Patética. Dándome su batuta, me pidió que dirigiera este 
trozo. Debo declarar, con sinceridad, que para mí fue un momento muy emocionante 
percibir la afinación perfecta y hallarme ante una interpretación correcta 
lograda por el regente de su conjunto. No hay que olvidar que los integrantes de 
la banda no podían poseer referencias concretas sobre la personalidad y obra de 
Beethoven, pero si, tenían que haber sentido como mensaje trascendente el valor 
de esa música. Durante la ocupación del nordeste brasileño por los holandeses, 
el gobernador trajo desde Den Haag los mejores naturalistas, pintores y también 
los músicos que formaron una banda excepcional que hacía oír su repertorio, que 
supimos era totalmente europeo. Indiscutiblemente el amor del brasileño 
nordestino por las bandas ha sido providencial y tuvo gran trascendencia al 
trasladarse mucha gente proveniente de esta región a la capital de Río, donde 
obtuvieron inmensos éxitos en la formación de bandas marciales. 
De esa 
región nordestina, el noreste del Brasil, han surgido desde tiempos remotos 
fabulosos instrumentistas, quienes más tarde integraron las bandas de Río de 
Janeiro y ascendieron, en varios casos, por medio de un gran esfuerzo, a ser 
compositores y destacados directores, luego de haber realizado estudios 
reglamentados en el Instituto (hoy Escola) Nacional de Música. Bastaría que el 
lector permaneciera en Recife durante Carnaval para sentir la precisión y 
afinación de las bandas que preceden el cortejo del Frêvo , tocando sin 
cesar durante cuatro noches y tres tardes, desde el sábado hasta la madrugada 
del Miércoles de Ceniza, permitiéndose aún el lujo de transformar, al regresar a 
sus casas, los frêvos preferidos (todos están en mayor) en tono menor, por la 
tristeza que les causaba la culminación del carnaval. 
Sin embargo, 
para no perder el hilo de estos recuerdos, debemos volver a Minas Gerais, para 
detenernos un poco más en las bandas de ese estado central, montañoso y 
vastísimo. ¿Cuál sería el repertorio de las bandas del siglo XVIII actuando en 
casamientos, entierros y saraos? Al lado de los tocadores de caramellas, 
flautas, clarinetes, trompas, pistones y fagotes, existían también los músicos 
dedicados a instrumentos de cuerdas, que cultivaban un repertorio compuesto nada 
menos que por dúos, tríos, cuartetos, quintetos (divertimentos y casaciones) de 
Haydn, Mozart, Pleyel, Boccherini y otros. Esta música, encontrada por mí entre 
viejos papeles, era llevada a las reuniones en el Palacio del Gobernador y era 
tocada para estudio consciente de sus formas y armonía en las sedes de las 
corporaciones musicales. No faltaban hacendados que poseían, hasta bien entrada 
la segunda mitad del siglo XIX, su coro y conjunto instrumental de músicos 
formados por negros esclavos, que tocaban desde el Stabat Mater de 
Pergolesi hasta las oberturas de Rossini, un repertorio que databa de medio 
siglo o más. No debe extrañar, pues, la presencia de la música en todas aquellas 
manifestaciones de la vida que para esa gente exigían una exaltación o 
intensificación. 
En el siglo XIX las bandas de cada villa cultivaban 
un repertorio que aún forma parte de su archivo, aunque depositado en anaqueles 
destinados al olvido. La juventud contemporánea gusta de expresiones del tiempo 
presente, tanto más porque tiene derecho a exigirlas. Hace unos decenios a las 
actividades de las corporaciones musicales -servicio de música religiosa y 
función pública de banda- se ha sumado la de los bailes en días sábados y 
domingos y en tiempos de Carnaval. Esta actitud es de sobrevivencia hasta que la 
mecanización también los elimine de estos lugares con tocadiscos, altoparlantes 
y la televisión. 
Eximios copistas, grandes instrumentadores, los 
regentes de banda fueron muy competentes y también muy celosos de sus funciones 
y de la entidad a ellos confiada. Su caligrafía, de tanto copiar música, era 
magnifica y su oído era tan envidiable como su memoria musical. Cuántos casos se 
cuentan de regentes que oían de la banda rival una pieza nueva,- incorporada al 
repertorio de una retreta por primera vez-, y que les bastaba oírla una o dos 
veces para ir a casa o a la sede de la corporación para fijar la melodía en el 
papel, instrumentarla de la misma manera y presentarla al domingo siguiente para 
sorpresa del rival, como habiéndola recibido en el último correo. 
Con 
estos maestros de banda he vivido horas muy felices oyéndolos hablar del pasado, 
cuando todo era barato y, cualquier función de música rendía económicamente lo 
suficiente como para que todos los miembros quedaran satisfechos. Se hacían 
viajes a pie para tocar en poblaciones vecinas, sin reparar en las distancias 
para nosotros asombrosas, regresando en la madrugada del día siguiente. También 
se iba en ferrocarril a poblaciones más distantes para participar en festejos 
religiosos y cívicos, permaneciendo alejados del pueblo durante días y 
repartiendo al regreso el producto del viaje. En Ouro Preto, de visita en la 
sastrería de Luis Marzano, nos pusimos a conversar sobre repertorio de bandas 
después de almuerzo. Mi amigo trajo inmediatamente varios de sus clarinetes para 
mostrarme la calidad de estos instrumentos y tocar sus piezas de bravura con 
excepcional limpieza. Se nos fue la tarde en estas y otras reminiscencias. 
En los tiempos difíciles del siglo XIX, con pocas comunicaciones, se 
hacían penosos viajes para llegar a Río de Janeiro. En un viaje a la capital el 
fundador de la Sociedad Musical Santa Cecilia de Sabara, José Magalhaes, 
aprovechó para comprar un nuevo contrabajo destinado a su entidad. En aquella 
época el Río das Velhas que bordea la ciudad todavía era navegable. Cuando asomó 
la embarcación pequeña en el recodo del río, la familia, ansiosa de saludar a 
Don José después de tantos meses de ausencia, no lo vio sobre la borda, pero sí, 
un negro cajón. Todos rompieron a llorar pensando en la muerte del patriarca. 
Este estaba en la cabina y sólo después pudo explicar, al asomarse, que era el 
cajón protector de su flamante contrabajo. En Cachoeira de Campo, que fue en 
tiempos coloniales residencia veraniega de los gobernadores de Villa Rica, 
existen dos bandas, la Euterpe Cachoeirense, que cumplió sus cien años tiempo 
atrás, y la banda Uniao Social, algo más joven, surgida de conflictos internos 
de la primera. José Avelino Neves Murta, regente de la Euterpe, era 
Administrador de Haciendas de descendientes de la Casa Imperial del Brasil, pero 
al mismo tiempo excelente músico. José de Lemos, regente de la Uniao Social, 
asumió su labor en 1894. Quedando ciego en 1925 dejó de trabajar, pero siguió 
dirigiendo su conjunto con todo celo, llevado de la mano por su mascota en días 
de desfile. En 1959, estando de regreso con mi señora de un período de 
investigación en Ouro Preto, pasamos por Cachoeira de Campo. Se veía en un 
costado de la carretera una aglomeración de gente. Me detuve para preguntar por 
el motivo de aquella congregación. El maestro Lemos cumplía años -había rebasado 
ya los ochenta. Subiendo por la falda de un promontorio hasta su casa, me 
encontré con el anciano, rodeado de familiares, de miembros de su banda y por la 
banda de la Sociedad Santa Cecilia de Itabirito, que había venido a presentar su 
mensaje sonoro al maestro octogenario. Para la tarde se esperaban otros 
conjuntos, aparte de la banda de Ouro Preto y de poblados vecinos, la banda 
rival Euterpe Cachoeirense, porque en tales días se dejaban las diferencias y 
conflictos de lado. Cuando se festejó el centenario de la Euterpe Cachoeirense, 
el número de bandas que participó del homenaje fue aún mayor. Aquella tarde 
apacible y asoleada, volví a escuchar valsas y dobrados, cuadrillas y 
polkas, tocadas con unción, entusiasmo extraordinario y buena afinación.
 
 | Ciudad de Mariana. Sociedade Musical "União 15 de 
Novembro" al cumplir 51 años de existencia. Fotografía tomada en la histórica 
Iglesia de la Orden de São Francisco, el 15 de noviembre de 
1952. | 
La aparición del cinema causó la primera herida en el tradicional ensayo de los sábados, antesala de la actuación en día domingo. Algunos 
de los integrantes jóvenes faltaban porque iban con su festejada a ver la 
película. Con la creciente industrialización de diversas regiones, hasta 
entonces predominantemente agrarias, muchos componentes de la banda se 
ausentaban durante el día a una fábrica distante y sólo volvían, cansados, por 
la noche. Algunos faltaban la semana entera. Hay que agregar todavía el grave 
problema de la carestía de los instrumentos e inclusive, de las cuerdas. Un 
juego de cuerdas para contrabajo costaba una fortuna para gentes de un salario y 
un nivel de vida bajos. Si es posible contar con los recursos para reponer 
algunos intrumentos solamente, también se producen problemas de afinación con 
aquellos que no se han podido renovar. Reemplazar el instrumental viejo por otro 
nuevo de una banda que suele componerse de unos 20 a 30 músicos se ha vuelto un 
propósito irrealizable, utópico. Se cuentan por docenas a poblaciones, antiguos 
lugares de extracción de oro y diamantes, que son verdaderos fantasmas, 
esqueléticos sobrevivientes de otros tiempos de opulencia en que reinaba el 
bienestar en ellas, donde se daban cita las bandas rivales, con directores de 
elevada categoría que nada tenían que envidiar a los profesionales. No pretendo 
analizar el porqué de la decadencia económica de determinados lugares que arrasó 
también con sus manifestaciones musicales. Los papeles de música pertenecientes 
a los otrora vastos archivos fueron víctimas de gusanos, de la humedad y del 
fuego o migraron, en el mejor de los casos, en abierta dispersión, hacia 
diferentes lugares del Estado. A través de esos documentos que muestran al final 
de la partichela de cada voz o cada instrumento la firma del copista, el lugar y 
la fecha en que se hizo la copia, es que se considera increíble el que haya 
existido en esos poblados decadentes, hombres tan capaces- y algo más- 
compositores tan duchos e inspirados para la música de salón y de calle de su 
tiempo, y que además eran celosos guardianes de la antigua música religiosa. 
Un género especial del Brasil son sus dobrados, marchas 
genuinas de ese país que en tiempos idos tomaron por molde el pas 
redoublé francés, marcha militar que los alemanes llamarían 
Eilmarsch. Es increíble el número de dobrados escritos por 
brasileños vueltos creaciones anónimas al correr del tiempo. Una recopilación de 
estos materiales, que yacen olvidados y muchas veces incompletos en los 
archivos, formaría un repertorio interesante, digno de la historia social del 
Brasil, que no puede ser escrita sin tener presente la trascendencia de la 
música en el vivir cotidiano y en los días de descanso. Olvidar a los heroicos 
portadores del cancionero de los conjuntos de viento significaría quitarle el 
broche que marca esta introspección en la evolución de la sociedad brasileña. Y 
de la misma forma deberían ser tenidas en cuenta las características 
valsas brasileñas, dengosas como allí se suele decir, y de otras 
muchas formas de la música de salón. 
No faltaban virtuosos en esas 
bandas: en el clarinete, la flauta, el ophicleide, el pistón, interpretando 
fantasías, paráfrasis, variaciones sobre temas de óperas provenientes de Europa 
o escritas en el Brasil. Los choros brasileños, las típicas serenatas 
llamadas serestas, eran tocadas por pequeños conjuntos de músicos y 
cantores y representan a su vez esa parte sentimental de los recuerdos de 
antaño, como quien dice, de ayer. Cuando la Municipalidad de Recife me obsequió 
con dieciséis representaciones folclóricas y un carnaval fuera de tiempo, en 
pleno mes de diciembre, iluminando calles y plazas, incluyó también una serenata 
en Olinda, cercana capital, teniendo en cuenta el plenilunio. A la hora señalada 
nos encontramos con dos violeiros, un flautista y un cantor. Era casi 
medianoche, el disco redondo de la plateada luna tropical se hallaba en el cenit 
bañando las empinadas calles de la histórica ciudad con un efluvio de luz jamás 
visto con tal intensidad y sumergiendo al mismo tiempo las callejas 
transversales en una imponente e impenetrable negrura. Surgían las primeras 
melodías en la solitaria calle junto a la población dormida, cuando sentíamos un 
cauteloso abrir y cerrar de ventanas y postigos, viendo asomarse una cabeza. 
Pocos instantes después se abría la puerta de calle, integrándose a nuestro 
grupo uno y otro habitante, violäo en mano, la voz semiqueda juntándose a las 
otras. La noche era tibia y saltar de la cama poniéndose pantalón y camisa, 
demandaba pocos minutos. Nuestra caravana iba engrosando sus filas, los cantares 
cobraban intensidad y no pocas mujeres, acompañadas por sus familiares, se 
hicieron presente, aprovechando el tiempo de nuestra vuelta por una calle vecina 
para vestirse. Cuando rompían los primeros clarones del nuevo día, ya en los 
jardines de la parte baja de la ciudad nos dijimos adiós unos a los otros, 
seresteiros ocasionales. De siete entusiastas iniciales habíamos llegando 
a reunir un grupo compacto cercano a las cien personas. 
Sin embargo, 
tan rápida ha sido la transformación de costumbres, o mejor dicho, el 
desvanecimiento de tradiciones firmes y queridas, que hoy ese acontecimiento, 
aún natural en 1944, no se repetiría. El episodio narrado, en apariencia nada 
tiene que ver con las bandas. Pero al concepto banda, -de centenaria vida en el 
Brasil-, a la expresión viva de ese aparato sonoro, está unido estrechamente un 
"pueblo músico". ¿No deberíamos colocar esta frase en pretérito? La 
transformación de la economía hogareña causada por innúmeros factores de la vida 
mecanizada de hoy, particularmente en el terreno de las comunicaciones, impone 
su dictatorial sello en el vivir diario a través de una burda nivelación de las 
preciosas diferenciaciones regionales. El asesino de lo que nosotros amamos, no 
ha sido la marcha implacable del tiempo, sino la música comercializada, 
irradiada sin discriminación alguna. 
Radio Nacional de Río de Janeiro 
tuvo la feliz idea de hacer revivir la era de las bandas y tomando como símbolo 
el nombre de una de ellas, Lira de Xopoto, auspició audiciones de conjuntos que 
se trasladaban desde el interior expresamente a la capital, brindando una 
audición con lo mejor de su repertorio. Bandas pequeñas y bandas mayores han 
venido desfilando por los estudios de esa empresa de difusión. Regresando 
confortados a su villa, estos conjuntos sentían un estímulo momentáneo, efímero, 
porque el aspecto material que roe su existencia sólo puede ser detenido con 
recursos. Yo mismo elevé al Gobierno de Minas Gerais un proyecto de celebración 
anual de certámenes de bandas con el otorgamiento de premios a las mejor 
afinadas y de mejor repertorio. Todas estas iniciativas tuvieron una sola 
finalidad: mantener viva la tradición en las pequeñas bandas del interior. Aún 
así, su desaparición es apenas cuestión de tiempo. En su lugar podrían surgir 
bandas integradas por los operarios de las industrias, siempre que sus 
directorios tengan sensibilidad por una manifestación tan sana del pueblo. La 
inversión en un instrumental moderno y el sueldo de un regente causarían un 
impacto pequeño en el rubro del exceso de ganancias que se invierte en una sala 
de primeros auxilios, viviendas económicas o un equipo de fútbol. 
El 
día en que nazca y se imponga este difícil proyecto, morirá definitivamente la 
tradición que ha amalgamado a una sociedad en horas de solaz y rivalidad de un 
conjunto con el otro para superarse en ejecución y repertorio. La familiaridad 
de este nuevo tipo de banda ya no estaría basada en afectos hondos, enraizados 
en el pueblo, rodeados de recuerdos de infancia y del vivir en común, por 
vistosos que sean los nuevos uniformes, por perfecto que sea el instrumental y 
por grande que sea el conjunto. Podríamos decir que un organismo integrante de 
la vida de un pueblo ha sido sustituido por otro, recreativo-industrial, 
fabricado por las circunstancias. Las viejas bandas actuaban dentro de los 
muros, con el sentimiento y sacrificio del pueblo que los sostenía 
cariñosamente. La uniformidad de las viviendas, junto a usinas, talleres y altos 
hornos, no proporciona el calor de antaño. Además, cuántas industrias existen 
cuyos operarios viven dispersos en una enorme área sin la menor cohesión y 
familiaridad entre sí y de procedencia dispersa en las cuatro direcciones 
cardinales del gran Brasil. 
En todos los tiempos las manifestaciones 
del arte popular han estado sometidas a cambios, pero los cambios de hoy marchan 
muy de prisa. Con un dejo de melancolía y un adiós al pasado, poblado de bellos 
recuerdos sonoros y un sinnúmero de afectos personales, nuestra memoria se 
aferra a la imagen de las bandas de Minas Gerais y a sus fogosos 
dobrados, sus chispeantes polcas, sus altivas cuadrillas, sus melódicas 
valsas y sus marciales marchas de desfile.
